La vida de Geneviève Jeanningros, religiosa y sobrina de Léonie Duquet -una de las monjas francesas desaparecidas en diciembre de 1977 en la iglesia de la Santa Cruz- transcurre entre un camino de dolor con la Iglesia católica, por sus silencios y apoyos a la dictadura militar, que derivó luego en un proceso de sanación y reconciliación a partir de los nuevos aires que trajo el papa Francisco.
Al cumplirse próximamente 46 años de aquellos hechos, un testimonio inédito de la mujer -de 80 años- está contenido en el tercer y último tomo de «La verdad los hará libres», la investigación histórica encargada por el Episcopado a un grupo de teólogos sobre la violencia política de los ’70 y la represión durante la dictadura cívico-militar, que se encontraba archivada en el Vaticano y la Iglesia argentina.
«No podía aceptar el silencio de la Iglesia… Después de todo este tiempo puedo decir que fue la cercanía y la ternura del Papa lo que me curó de tanto sufrimiento. Yo quería que se abrieran los archivos porque tenía muchas preguntas en el corazón y quería ver con más claridad», cuenta a modo de testimonio de vida en las últimas páginas del libro.
Léonie Duquet, secuestrada el 10 de diciembre de 1977, en la localidad bonaerense de Ramos Mejía, en el marco del operativo en la iglesia de la Santa Cruz, y mantenida cautiva en la ESMA -donde estuvo sometida a torturas y luego arrojada al mar en uno de los «vuelos de la muerte»-, era la hermana de su mamá.
Genevieve tiene actualmente 80 años, es religiosa de la congregación de las hermanas de Jesús de Charles de Foucauld desde 1966 y desde 1969 vive con feriantes en un parque de diversiones en las afueras de Roma, en Ostia, a donde incluso fue a visitarla en alguna oportunidad el papa argentino Jorge Bergoglio.
El cuerpo de su tía fue encontrado recién 28 años después: en julio de 2005, fue identificado en una fosa común en General Lavalle, en la provincia de Buenos Aires, donde fue sepultada en forma clandestina luego de que su cuerpo apareciera en las costas de la provincia de Buenos Aires.
«Para el entierro tuvimos que viajar a Buenos Aires. Fuimos a la casa de los antropólogos, donde estaba el esqueleto de Léonie, con todos sus huesos rotos. Estaba colocado sobre una mesa cubierta con la bandera argentina. Maco (Carlos Somigliana, integrante del Equipo Argentino de Antropología Forense) nos explicó que las fracturas habían sido causadas por el impacto del cuerpo contra el mar. También nos explicó cómo habían podido identificar el cuerpo con el ADN de Michel, mi hermano», rememora.
El próximo 8 de diciembre se cumplen 46 años de cuando una patota de la ESMA irrumpió en la Casa de Nazareth, una parte de la Iglesia de la Santa Cruz, en la ciudad de Buenos Aires, y se llevó a un grupo de doce personas.
Ese grupo estaba conformado por las Madres de Plaza de Mayo Azucena Villaflor, María Ponce y Esther Ballestrino; los familiares Angela Aguad, Remo Berardo, Julio Fondevila y Patricia Oviedo; los militantes políticos Horacio Elbert, Raquel Bulit y Daniel Horane y las monjas francesas Duquet y Alice Domon, todos ellos asesinados por la dictadura.
El grupo de la iglesia de la Santa Cruz, una parroquia de la congregación de los Pasionistas conformada por religiosos e inmigrantes irlandeses e ingleses católicos, se reunía de forma habitual y uno de sus objetivos era recaudar fondos para financiar la publicación de una solicitada en la que demandaban a las autoridades respuestas por el destino de los desaparecidos.
Allí se infiltró el genocida Alfredo Astiz, oficial naval que integraba el Grupo de Tareas 3.3.2 de la ESMA, que comenzó a frecuentar las rondas de las Madres de Plaza de Mayo a mediados de ese año, con el nombre de Gustavo Niño.
«Astiz, de la Marina, había sido infiltrado en el grupo de la Iglesia haciéndose pasar por hermano de un desaparecido. El 8 de diciembre de 1977 Alicie Domon con algunas Madres de Plaza de Mayo y otros más fueron secuestrados. A Léonie se la llevaron el 10 de diciembre de la casa de Ramos Mejía, el mismo día que a Azucena Villaflor. Todas terminaron en la ESMA», relata la sobrina de Duquet.
Luego, cuenta en el libro el derrotero que siguieron para poder localizarla: «Mi hermano Michel y sus sobrinos con la ayuda de asociaciones intentaron averiguar que había pasado, dónde estaban y si seguían vivos. El Gobierno francés también intentó averiguarlo pero durante años hubo un gran silencio. Michel recopiló todas las páginas de los periódicos que hablaban de la dictadura y las desapariciones».
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Recién en el año 1995 el marino Adolfo Scilingo reveló que quienes estaban secuestrados en la ESMA eran torturados y que luego los dormían con un tranquilizante y los tiraban vivos al mar desde un avión para hacerlos desaparecer.
«Por eso qué sorpresa fue cuando a finales de agosto de 2005, supimos que los restos de Léonie habían sido encontrados, identificados por los antropólogos forenses con el ADN de Michel. La familia había decidido que Léonie fuera enterrada en Argentina que tanto amaba y donde había dado su vida. Era justo que fuera enterrada en Santa Cruz junto a sus amigos», afirma.
En uno de sus viajes a Buenos Aires, Genevieve recorrió la ESMA: «Quería ver todo lo posible para entender que había pasado. Pudimos visitar la ESMA. Le pregunté al guía: ¿Por qué la Iglesia estaba con los militares, por qué no hizo nada para salvar a tantos desaparecidos?» y recuerda que le respondió: «No toda la Iglesia, los obispos Angelelli y Ponce de León junto con otros sacerdotes también dieron su vida».
«Volví de ese viaje muy conmocionada. Todavía no me había dado cuenta de la magnitud de la tragedia argentina durante la dictadura militar, del sufrimiento de un pueblo abandonado por sus pastores», recuerda.
Para la religiosa, era duro aceptar el rol que la Iglesia argentina había tenido durante la dictadura militar: «No podía aceptar el silencio de la Iglesia. Amo a la Iglesia, así que escribí al cardenal Bergoglio cuando vino a Roma para el sínodo de octubre de 2005. Esa misma tarde me hizo una conmovedora llamada que no olvidaré jamás».
«Yo no fui indiferente a esta historia. Ester Ballestrino de Careaga era una amiga mía y con su familia siempre seguí el tema. Les di el permiso para enterrarla junto a la Iglesia», le dijo Bergoglio en aquella conversación telefónica.
En 2010, la religiosa volvió a Buenos Aires. Por entonces, ya habían comenzado los juicios de lesa humanidad y concretamente el de los desaparecidos de la Santa Cruz.
«Era el momento en que los militares preparaban su defensa. Oí a Astiz, recé por él. El daño ya estaba hecho, pero al menos ahora podía verlo con claridad. Quise encontrarme con su mirada y cuatro veces me miró fijamente. Quería decirle, todavía puedes arrepentirte», relató y recordó que en octubre de 2011 asistió también a la sentencia de cadena perpetua.
El camino de reconciliación con la Iglesia vino unos años después y el punto de partida fue el 13 de marzo de 2013 cuando Jorge Bergoglio fue elegido Papa.
Apenas unos días después, el 20 de abril de ese año, Geneviève Jeanningros fue invitada a misa en la residencia de Santa Marta, donde el Papa celebraba habitualmente: «Nos recibió con gran ternura, cuando me besó sentí que mi corazón se liberaba», expresa.
El 24 de abril participó de la audiencia pública en la plaza San Pedro junto con la titular de Abuelas de Plaza de Mayo, Estela de Carlotto, Juan Cabandié y Buscarita Roa.
«¿En que puedo ayudarte?, le preguntó el Papa a Estela y ella respondió: ‘Abriendo los archivos’, cosa que hizo», destaca la religiosa.
En 2012, antes de ser Papa, Bergoglio formó parte de la conducción del Episcopado que impulsó la apertura de los archivos a víctimas o familiares, y luego en el 2013, ya como pontífice, dio instrucciones para que también se abrieran los de la nunciatura apostólica en Buenos Aires y los de la Santa Sede.
Sobre el libro
Fruto de esa apertura de archivos nació «La verdad los hará libres: la Iglesia católica en la espiral de violencia en la Argentina 1966-1983», editada por Planeta, una obra de tres tomos presentada a lo largo de este año por la Conferencia Episcopal Argentina (CEA), bajo la autoría de los teólogos e historiadores Carlos María Galli, Luis Liberti, Juan Durán y Federico Tavelli, entre otros.
Se trata de una investigación histórica a partir de la desclasificación de toda la documentación relacionada a la violencia política de los ’70 y la represión durante la dictadura cívico-militar, que se encontraba archivada en el Vaticano y la Iglesia argentina.
Previo a la publicación de los libros, algunos documentos de la información desclasificada fueron presentados ante la Justicia argentina -concretamente ante el juez federal Ariel Lijo- con el objetivo de «ayudar a lograr una justicia largamente esperada», según indicó la CEA en comunicado.
El segundo tomo en particular revela las conversaciones reservadas entre las autoridades de la Iglesia católica y los jerarcas del régimen militar, el «rol activo» que el vicariato castrense asumió en el marco del ejercicio del terrorismo de Estado y las vacilaciones y contradicciones internas del Episcopado en los ’70.
Con la información desclasificada, que incluye actas de reuniones secretas, queda contrastado en el libro el papel en apoyo de la dictadura militar que jugaron obispos como Adolfo Tortolo -quien fue titular del Episcopado y vicario general castrense-; el entonces arzobispo de Buenos Aires, Juan Carlos Aramburu, y el nuncio apostólico Pío Laghi, entre muchos otros, en contraposición con la actitud de otros obispos como Jaime De Nevares, Vicente Zazpe y Miguel Hesayne, entre los pocos miembros de la jerarquía eclesiástica que denunciaron el terrorismo de Estado.