Este martes 17 se dio la primera de las dos funciones que El Sol de México programó en el Campo Argentino de Polo para finalizar el recorrido que había comenzado en agosto de 2023 en esta misma ciudad
500 días, 192 shows, 99 ciudades, 20 países y millones de personas pasaron por los ojos de Luis Miguel desde que inició este tour, allá por agosto del 2023 en el Movistar Arena de Buenos Aires, hasta ayer nomás. El final es en donde partí, parece estar diciéndonos al decidir que el cierre de esta gira, una de las más exitosas en su trayectoria, sea en esta misma ciudad. Y para el mexicano nacido en Puerto Rico parece que corre lo de “no hay dos sin tres”. Porque así como en marzo de este año también había dado otras tres funciones en el Campo Argentino de Polo, ahora, en este diciembre casi otoñal regresó hasta este rincón de Palermo disfrazado de estadio para la ocasión.
Desde muy temprano las calles de la zona conocida como Cañitas fueron valladas de manera tal en que se dividieron los accesos del público: los de un sector vip, por un lado; los del otro vip, por otra puerta; la tribuna par ingresó por un acceso; la impar, por otro; la gente del campo de a pie, más para allá… En ese laberinto, la multitud iba feliz palpitando un nuevo reencuentro con el ídolo que sigue renovando su romance con la Argentina. Como si hiciera falta.
Los clubes de fans, siempre presentes y bulliciosos, con sus looks distintivos y sus fan actions. Las señoras y señoritas con sus coronas de flores iluminadas que hacían parpadear el horizonte. Los acompañantes casuales, alguna que otra celebridad. Todo estaba en su lugar, mientras una música celestial amainaba la espera y las pantallas reflejaban las nubes de un amanecer anaranjado. Unos veinticinco minutos después de las 9 de la noche del martes 17, las luces se apagaron, el griterío brotó con intensidad y la big band fue ocupando sus lugares para darle melodía y ritmo al clásico video resumen de la vida de Luismi. Un coming of age al que todavía le quedan unos cuántos capítulos, mientras un sol empezaba a hacerse grande.
Al teñirse todo de amarillo, una plataforma lo hizo emerger desde abajo del escenario a él, que apareció tieso, con los brazos a sus costados como un niño en un acto escolar. Y con esa sonrisa que, si bien hace tiempo ya no tiene ese diastema que la hacía tan distinta, tan sexy, no deja de ser resplandeciente. Para nadie mínimamente informado del derrotero de Luis Miguel la lista de temas de sus shows es una sorpresa. Los aquí presentes, en su mayoría, sabían que la cosa iba a comenzar con la versión de “Será que no me amas”. Y así fue. Sin embargo, al empezar el tema, el coro popular reemplazó a la voz que todos vinieron a escuchar.
Así como muchos cantantes suelen descansar en pistas vocales para dar sus shows, Luismi esta vez se recostó sobre el karaoké argentino. Y le cedió la primera estrofa a la multitud. De inmediato, de una mesita de noche dispuesta en la parte delantera del escenario -en la que además había un florero con rosas blancas, un velador, una vela flotando en agua y un extraño botón detonador- tomó su micrófono con la mano derecha y el controlador del volumen con la izquierda, del lado del corazón. A partir de allí, y como viene haciendo desde hace mucho, él mismo se ecualizó en directo: mientras acercaba o alejaba el mic de su boca, le daba o le quitaba volumen tanto a lo que emitía como a lo que le llegaba por el in-ear que tenía en el oído izquierdo.
El Luismi de hoy -o al menos el de los últimos 10, 15 años- tiene un poco de Elvis, algo de Michael Jackson, de Frank Sinatra, de Sandro e inclusive, hasta de Bob Dylan. Misterioso, esquivo a dar declaraciones por fuera de su música, virtuoso, discreto. Vive en su propio Neverland, su residencia en Las Vegas es todo el continente americano, regula el caudal de su voz y el aire mientras rompe las métricas de sus éxitos a piacere. Disfruta de escuchar cómo su gente canta de una manera y él hace lo mismo pero de otra forma. Y casi siempre mueve la pelvis como si no hubiera un mañana.
La banda es elástica, exuberante, maneja todos los climas. Con la muñeca y la dirección musical del guitarrista Kiko Cibrián, un histórico en el staff de Micky, pendula en esa frontera que hay entre la salsa y el jazz, el swing y el pop, los boleros y algo más uptempo. Puede ser tanguera (el meddley casi gardeliano compuesto por “Por una cabeza”, “Volver”, “Uno” y “El día que me quieras”), funky…
Si bien todo está en su lugar y es una máquina aceitada por demás, sostenida por el piano acústico de Mike Rodríguez y el teclado espacial de Salo Loyo, se destacan el trío de coristas que conforman Paula Peralta, Lara Mrgic y Tatyana Cooper -las socias ideales para sostener la melodía de las canciones mientras Luismi le cambia la forma a los versos- y el quinteto de vientos (Alejandro Barragán, Bill Churchville, Arturo Solar, Omar Martínez y Alejandro Carballo) que llevó la armonía y le marcó el pulso al baterista Víctor Loyo y al percusionista Roberto Serrano. Incluso, el cantante juguetea un poco con ellos y los deja bajar de su tarima en “Dame” para que lo rodeen mientras baila sobre la coda.
Cuando el cantante saca a relucir su apodo de El Sol de México, la banda se retira y entran los mariachis Vargas de Tecalitlán para darle una nueva vida a “La bikina” y “La media vuelta”, entre lo más festejado de la noche y decorado con un confeti rojo, blanco y verde.
Mucho se habló de lo poco comunicativo que estuvo con el público en sus visitas más recientes. Y si bien esta vez volvió a evitar la demagogia de saludar y hablar, tenía claro donde estaba parado. “¿Cómo dice, Buenos Aireeees?”, preguntó en “Amor, amor, amor”, la segunda de la noche, mientras seguía ingresando mucho público al show. “Canten conmigo, Buenos Aireeees”, volvió a invitar en “Un hombre busca a una mujer”. Y se refirió a “mis amigos de Argentina” algunas veces más. Suficiente. Tampoco estuvieron sus famosas muecas con las que solía expresarle sus broncas a los sonidistas: apenas se tocó el oído y señaló hacia arriba una sola vez, en el medio de su interpretación de “Como yo te amé”.
Sin demasiado despliegue, las pantallas hicieron lo suyo con unas mínimas animaciones adhoc. Como unas palmeras muy al estilo Acapulco para la romántica “Te necesito”, un mar de oleaje picante para “Culpable o no” o una zoom hacia el cosmos en “Hasta que me olvides”, canción que Luismi se apropió desde la desaparición de su madre Marcela Basteri. También aparecieron las figuras Michael y Sinatra en el segmento de los duetos (”Sonríe” y “Come Fly With Me”, respectivamente), el único momento en el que se pincha el show, ya que las voces parecen encimarse y el resultado es algo adocenado.
En “Como yo te amé”, el cantante jugó con un drone que lo sobrevolaba. Cuando lo advirtió, hizo como que le pegaba una cachetada, pero después lo tomó del mango para darle al público que lo seguía por pantallas un primerísimo primer plano de su cara. Si alguien todavía dudaba de que el que estaba arriba de un escenario era un doble, después de esto quizás ya no. Porque en esa especie de prueba de vida, en el rostro de este Luis Miguel de 54 años todavía se advierten los rasgos cándidos de aquel pequeño Micky que creció en público.
De aquel niño que era, rescató en otro meddley las ochentosas “Ahora te puedas marchar”, “La chica del bikini azul”, “Isabel” y “Cuando calienta el sol” para cerrar la faena. Las enormes pelotas inflables negras con sus siglas rebotaban entre las cabezas de la multitud mientras él largaba sus últimas bocanadas melódicas. Al terminar la música, se acercó por última vez a la mesita que tenía en el escenario y accionó el detonador: el cielo de Palermo se iluminó con fuegos artificiales de colores mexicanos. Y tal como podría haber cantado Andrés Calamaro, en el aire también quedó flotando la idea de que “Luismi está vivo, me lo dijo un amigo cuando el sol empezaba a caer / En América lo saben todos, pero es gente muy discreta y no dice nada / Será mejor así”.